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Apendice IV: El trance extático de Er

"No es la historia de Alcinoo la que voy a referir, sino la de un hombre de corazón. Er el armenio, originario de Panfilia. Después de haber muerto en una batalla, como a los diez días se fuera a recoger los cadáveres que ya estaban corrompidos, se encontró el suyo sano y entero; y conducido a su casa, cuando al duodécimo día estaba sobre la hoguera, volvió a la vida, y refirió a los circunstantes lo que había visto en el otro mundo: En el momento que mi alma salió del cuerpo—dijo—llegué con otra infinidad de ellas a un sitio de todo punto maravilloso, donde se veían, en la tierra dos aberturas, próximas la una a la otra, y, en el cielo, otras dos, que correspondían con ]as primeras. Entre estas dos regiones estaban sentados jueces, y así que pronunciaban sus sentencias, mandaban a los justos tomar su camino por la derecha, por una de las aberturas del cielo, después de ponerles por delante un rótulo que contenía el juicio dado en su favor; y a los malos les obligaban a tomar el camino de la izquierda, por una de las aberturas de la tierra, llevando a la espalda otro rótulo semejante, donde iban consignadas todas sus acciones. Cuando yo me presenté, los jueces decidieron que era preciso llevase a los hombres la noticia de lo que pasaba en el otro mundo, y me mandaron que oyera y observara en aquel sitio todas las cosas de que iba a ser testigo.

Vi en primer lugar a las almas de los que habían sido juzgados, unas subir al cielo, otras descender a la tierra por las dos aberturas que se correspondían; mientras que por la otra abertura de la tierra vi salir almas cubiertas de basura y de polvo, al mismo tiempo que por la otra del cielo descendían otras almas puras y sin mancha. Parecían venir todas de un largo viaje, y detenerse con gusto en la pradería como en un punto de reunión. Las que se conocían, se pedían unas a otras, al saludarse, noticias acerca de lo que pasaba en el cielo y en la tierra. Unas referían sus aventuras con gemidos y lágrimas, que las arrancaba el recuerdo de los males que habían sufrido o visto sufrir a los demás durante su estancia en la tierra, cuya duración era de mil años. Otras, que volvían del cielo, hacían la historia de los deliciosos placeres que habían disfrutado y de las cosas maravillosas que habían visto. Pero, a fin de cuentas, sería muy largo, mi querido Glaucón, referirte por entero el discurso del armenio Er sobre este punto. Se reducía a decir que las almas eran castigadas diez veces por cada una de las injusticias que habían cometido durante la vida; que la duración de cada castigo era de cien años, duración natural de la vida humana, a fin de que el castigo fuese siempre décuplo para cada crimen. Y así, los que se han manchado con muchos asesinatos, que han vendido los estados y los ejércitos, que los han reducido a la esclavitud, o que se han hecho culpables de cualquiera otro crimen semejante, eran atormentados con el décuplo por cada uno de estos crímenes. Aquellos. por el contrario, que han hecho bien a los hombres, que han sido santos y virtuosos, recibían en la misma proporción la recompensa de sus buenas acciones. Respecto a los niños muertos luego de su nacimiento, Er daba otros detalles que es superfluo referir.

Había, según su historia recompensas más grandes aún para los que habían honrado los dioses y respetado a sus padres; y suplicios extraordinarios para los impíos. Los parricidas y los homicidas a mano armada. El armenio Er, de Panfilia, añadía: Estaba yo presente cuando un alma preguntó a otra dónde estaba el gran Ardieo. Ardieo había sido tirano de una ciudad de Panfilia mil años antes; había dado muerte a su padre, que era de avanzada edad, y a su hermano mayor y cometido, según se decía otros muchos crímenes enormes. No viene, respondió el alma, ni vendrá jamás aquí. Todos fuimos testigos en esta ocasión del espectáculo más aterrador. Cuando estábamos a punto de salir del abismo subterráneo, después de haber purgado nuestras culpas y sufrido nuestros castigos, vimos a Ardieo y a muchos más, que eran en su mayor parte tiranos como él, y también vimos a algunos particulares que en su condición privada habían sido grandes criminales. En el momento que intentaron salir, la abertura les impidió el paso, y todas las veces, que alguno de estos miserables, cuyos crímenes no tenían remedio o no habían sido suficientemente expiados, se presentaba para salir, se dejaba oír en la abertura un bramido.

Al producirse este estruendo, acudieron personajes horribles que parecían como de fuego. Por lo pronto estos seres espantosos condujeron a viva fuerza a un cierto número de aquellos criminales; en seguida se apoderaron de Ardieo y de los demás, les ataron los pies, las manos y la cabeza, y después de haberlos arrojado en tierra y de desollarlos a fuerza de golpes, los arrastraron fuera del camino sobre sangrientas zarzas, diciendo a las sombras que encontraban el motivo por qué trataban así a estos criminales, y que iban a precipitarlos en el Tártaro. Esta alma añadía que entre los diversos terrores de que se veían agitadas durante el camino, ninguno les causaba tanto espanto como el temor de que se oyera el bramido en la abertura en el momento de salir, y que había sido para ellas un placer inexplicable el no haberlo oído al tiempo de su salida. De esta manera eran, poco más o menos, los juicios de las almas, los suplicios y las recompensas.

Después que cada una de estas almas hubo pasado siete días en esta pradería, partieron al octavo, y en cuatro días de jornada llegaron a un punto desde el que se veía una luz que atravesaba el cielo y la tierra, recta como una columna, y semejante a Iris, pero más brillante y más pura. A esta luz llegaron después de otro día de jornada. Allí vieron que las extremidades del cielo venían a parar al centro de esta luz, que les servía de lazo y que abrazaba toda la circunferencia del cielo, poco más o menos, como esas piezas de madera que ciñen los costados de las galeras y sostienen toda la armadura. De estas extremidades está pendiente el huso de la necesidad, el cual daba impulso a todas las revoluciones celestes. El cuerpo del huso y el gancho eran de acero, y el peso, una mezcla de acero y otras materias. Este peso se parecía por la forma a los pesos de este mundo. Mas para tener de él una idea exacta, es preciso representarse un gran peso hueco por dentro, en el que esté engastado otro peso más pequeño, como los vasos que entran uno en otro. En el segundo peso había un tercero, en éste un cuarto, y así sucesivamente hasta el número de ocho, dispuestos entre sí a manera de círculos concéntricos. Se veía por arriba el borde superior de cada uno, y todos presentaban al exterior la superficie continua de un solo peso alrededor del huso, cuyo tronco pasaba por el centro del octavo. Los bordes circulares del peso exterior eran los más anchos; después los del sexto, los del cuarto, los del octavo, los del séptimo, los del quinto, los del tercero y los del segundo iban disminuyendo en anchura en este mismo orden. El círculo, formado por los bordes del peso más grande, era de diferentes colores. El del séptimo era de un color muy brillante. El del octavo tomaba del séptimo su color y su brillo. El color de los círculos segundo y quinto era casi el mismo, y tiraba más a amarillo. El tercero era el más blanco de todos. El cuarto era un poco encarnado. En fin, el segundo superaba en blancura al sexto. El huso entero rodaba sobre sí mismo con un movimiento uniforme, mientras que en el interior los siete pesos concéntricos se movían lentamente en una dirección contraria. El movimiento del octavo era el más rápido. Los del séptimo, el sexto y del quinto eran menores e iguales entre sí. El cuarto era el tercero en velocidad- el tercero era el cuarto; y el movimiento del segundo era el más lento de todos. El huso mismo giraba entre las rodillas de la necesidad. En cada uno de estos círculos había una sirena que giraba con él, haciendo oír una sola nota de su voz siempre con el mismo tono- de suerte que de estas ocho notas diferentes resultaba un acorde perfecto. Alrededor del huso y a distancias iguales estaban sentadas en tronos las tres Parcas, hijas de la necesidad: Laquesis, Cloto y Atropos, vestidas de blanco y ceñidas sus cabezas con cintillas. Acompañaban con su canto al de las sirenas; Laquesis cantaba lo pasado; Cloto lo presente; y Atropos lo venidero. Cloto, tocando por intervalos el huso con la mano derecha, le obligaba a hacer la revolución exterior. Atropos, con la mano izquierda, imprimía el movimiento a cada uno de sus pesos interiores; y Laquesis con una y otra mano tocaba tan pronto el huso como los pesos interiores. Luego que las almas llegaron, las fue preciso presentarse delante de Laquesis.

Por lo pronto un hierofante señaló a cada una su puesto; en seguida, habiendo tomado del regazo de Laquesis la distinta suerte y las diferentes condiciones humanas, subió a un tablado elevado y habló de esta manera: "He aquí lo que dice la virgen Laquesis, hija de la necesidad: "Almas pasajeras, vais a comenzar una nueva carrera y a entrar en un cuerpo mortal. Un genio no os escogerá, sino que cada una de vosotras escogerá el suyo. La primera que la suerte designe escogerá la primera, y su elección será irrevocable. La virtud no tiene dueño; se une a quien la honra y huye del que la desprecia. Cada cual es responsable de su elección, porque el dios es inocente." Cuando terminó de decir estas palabras, tan sabias, el hierofante echó suertes, y cada alma recogió la que cayó delante de ella, excepto yo, pues no se me permitió hacerlo. Entonces conoció cada cual en qué orden debía escoger. En seguida el mismo hierofante arrojó en tierra delante de ellas géneros de vida de todas clases, cuyo número era mucho mayor que el de las almas que debían escoger, porque todas las condiciones, tanto de los hombres como de los animales, se encontraban allí revueltas. Había tiranías, unas que debían durar hasta la muerte; otras que habrían de verse bruscamente interrumpidas y concluir en la pobreza, el destierro y la mendicidad. Se veían igualmente condiciones de hombres célebres, éstos por la belleza, por la fuerza, por su reputación en los combates; aquellos, por su nobleza y las grandes cualidades de sus antepasados; se veían también condiciones oscuras bajo todos estos conceptos. Había asimismo destinos de mujeres igualmente varios. Pero nada había dispuesto sobre el rango de las almas, porque cada una debía necesariamente mudar de naturaleza, según su elección. Por lo demás las riquezas, la pobreza, la salud, las enfermedades, se encontraban en todas las condiciones; aquí sin ninguna mezcla, allá justamente compensados los bienes y los males", dijo, finalmente, Er

... Había—añadió el armenio—almas de animales que mudaban su condición por la nuestra; y almas humanas que pasaban a cuerpos de animales; las de los malos a las especies feroces; las de los buenos a especies domesticadas; lo cual daba lugar a mezclas de toda clase. Sin embargo, sabemos que, después que todas las almas escogieron su género de vida en el lugar marcado por la suerte, se aproximaron en el mismo orden a Laquesis, la cual dio a cada una el genio que ella había preferido, para que le sirviese de guarda durante el curso de su vida mortal y le ayudase a cumplir su destino. Este genio la conducía primero a Cloto, para que con su mano y una vuelta de huso confirmase el destino escogido. Después que el alma había tocado el huso, el genio la llevaba desde aquí a Atropos, que enrollaba el hilo para hacer irrevocable lo que había sido hilado por Cloto. En seguida, no siendo ya posible volver atrás, se dirigían al trono de la Necesidad, por bajo del cual el alma y su genio o demonio pasaban juntos. En el momento que todas hubieron pasado, se trasladaron a la llanura del Leteo, donde experimentaron un calor insoportable, porque en este llano no había plantas ni árboles. Pasaron en seguida la noche al pie del río Ameles, cuya agua no puede ser contenida por ninguna vasija. Es preciso que cada alma beba de esta agua hasta cierta cantidad. Las que por imprudentes no se contienen y beben más allá de la medida prescrita, pierden absolutamente la memoria. En seguida se entregaron todas al sueño, pero a media noche se oyó un trueno acompañado de temblores de tierras, y las almas, despertando llenas de sobresalto, fueron dispersadas acá y allá, como estrellas errantes, marchando a los distintos puntos en que debían renacer. En cuanto a Er, según decía, se le impidió beber el agua del río; pero sin embargo, sin saber por dónde ni cómo, su alma se había unido a su cuerpo; y al abrir sus ojos de repente en la madrugada, vio que estaba tendido sobre la pira. Esta fábula, mi querido Glaucón, se ha preservado del olvido, y si le damos crédito, puede preservarnos a nosotros mismos, porque pasaremos con felicidad el río Leteo, y mantendremos nuestra alma libre de toda mancha. Por tanto, si quieres creerme, convencidos de que nuestra alma es inmortal y capaz por su naturaleza de todos los bienes como de todos los males, marcharemos siempre por el camino que conduce a lo alto, y nos consagraremos con todas nuestras fuerzas a la práctica de la justicia y de la sabiduría. Por este medio viviremos en paz con nosotros mismos y con los dioses, y después de haber alcanzado en la tierra el premio destinado a la virtud, a semejanza de los atletas victoriosos que son llevados en triunfo, seremos dichosos en este mundo y durante ese viaje de mil años, cuya historia acabamos de referir."

PLATON, La Republica., 614 B ss. (TRAD. P. Azcárate)

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